Antes temía perder mi vida. Lo superé, para luego temer perder mi juventud. Pasé por esa etapa, para luego temer perder mi cabeza. Decapitado no, ustedes saben. Perderme en mi mismo, en mis ideas y no poder comprender la realidad, porque uno la comprende, no la entiende. Jámas lo hace. Temía enloquecer, pero ya no.
Mientras camino de noche, viendo éxitos y fracasos en los rostros de las personas que pasan al lado mío, o esperan ser atendidas, o esperan acomadadas en fila a un colectivo que parece tomarse su tiempo para llegar, me pregunto que es lo qué temo ahora. ¿A qué nuevo miedo me enfrento? ¿Qué nuevas complicaciones se enfrenta la gente con la que me cruzo? ¿Siempre temeremos?
Pasa una señora al lado mío y la detengo. Me mira, repulsiva, un poco consternada al verme sangrando, con sangre seca en las fosas nasales y nueva y vigorosa que corre de mi frente, pasando por la mejilla derecha y goteando sobre mi capa y mis botas ya cansadas de pisotear criminales.
-Disculpe, señora. ¿A qué le tiene miedo usted?
-A vos.
Le sonrío.
-Buena respuesta.
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