martes, 9 de julio de 2013

¿Le tenían miedo de chicos a los payasos?

A mi me agradaban de niño porque  tenía compañeros que sí les temían. Siempre me gustaron las cosas que asustan a otros. Y las galletitas Pepitos, pero eso es harina de otro costal. En serio, otro tipo de harina. Esto me recuerda algo. 

Mi abuela tenía una pintura grande clavada en la recámara que usaba con mi hermana cuando nos íbamos a visitarla a San Luis. Era la de un payaso llorando. Un joven payaso llorando. Y luego tenía otro cuadro, que era una foto enorme enmarcada. Una chica de color besaba a un chico blanco. O podría ser al revés, pero siempre me imaginé que la chica tomaba la iniciativa. 

Cuando me mandaban a dormir, obedecía sin chistar, aunque rara vez podía conciliar el sueño. Me la pasaba viendo esos cuadros. Primero veía al payaso joven llorando, con su rostro pintado, y luego miraba a esos chicos, pre adolescentes, uniendo sus labios en lo que se podría llamar afecto. Payaso triste, pareja racial. Debilidad, amor. Tristeza y dolor versus ideales de belleza sentida... 

Realmente odiaba ese cuadro. Me ponía mal. Me asustaba, quizás porque no lo entendía. No entendía por qué alguien plasmaría algo que podría producirme malestar. Más adelante lo hubiese entendido, porque hubiera tenido compañeros con temor a los payasos, y aunque eso no tenga nada que ver, el terror de mis amigos de primer grado, me sirvió para entender un gusto o una fascinación, como quieran llamarlo, que para entonces no entendía. Lo que sí sabía, era que odiaba uno de esos cuadros y mucho.  

Y se lo hice saber a mi abuela cierta vez. Le pedí que lo saque. Que el otro estaba bien, pero que ese me hacía sentir mal. No lo quería en mi casi sueño y menos en mis sueños. Serían pesadillas. Realmente le gustaba a ella lo que transmitía la obra. Ahora de más grande puedo entender que la rareza viene de familia. Las malas semillas no llegan solas a la tierra fértil. Ni de casualidad. No le hice berrinches ni nada, porque no era un niño de pataletas y enojos. A todos les agradaba porque era bueno y simpático. Me portaba bien siempre, aunque me divertía jugar con insectos muertos o fantasear con historias de batallas sangrientas que tenían lugar en mi imaginativa cabeza. 

Una noche tardé horas en dormir. Encima, las sábanas estaban muy frías. La idea de ver televisión hasta tarde no existía en mí y la Internet era pura ciencia ficción. Y más en San Luis. Tomábamos agua que sacábamos de una bomba. Bombear agua era una de mis diversiones. Las imágenes de los cuadros daban vueltas en mi memoria infantil. Tenía que hacer algo. Y decidí hacerlo. 

Amaneció y me desperté temprano, pero no me levanté. Mi abuela me pidió ir por el pan, pero no me moví ni un poco de mi cama. Simulé seguir dormido. Insistió un poco más y cedió. Ser niño tiene sus ventajas. Nadie te suele joder por mucho tiempo. Mi hermana había vuelto a Capital Federal y estaba solo con ella y sus animales campestres. Escuché como la puerta se abría y cerraba lentamente. Muy lentamente. Chillaba esa estúpida puerta vieja de madera en todo el camino a posicionarse de vuelta en su estado inicial. Me levanté y saqué el cuadro y lo llevé al cuarto de ella, lugar al cual jamás me animé a entrar. No me parecía educado. Igual entré intentando no ver a mi alrededor. Dejé el cuadro en la cama matrimonial de mi abuela y fui a la cocina, en donde encontré en un cajón abajo de todo, el martillo que quería y unos clavos. Volví al cuarto, otra vez, sin intentar ver lo que me rodeaba y me subí a su cama para desplazarme mejor a la pared que estaba frente de la almohada. Llegué al final y vi a Jesús crucificado y colgado en ese lugar. Un Jesús de cobre con los estigmas de cobre en un cruz de cobre, clavado en un clavo de... Bueno no se de que están hecho los clavos, pero estaba ahí. Lo saqué a Jesús de la pared y lo acosté en la almohada y tomé el cuadro del terror, que pesaba más de lo que creía y lo enganché bien. 

Habré estado un rato largo viendo el cuadro en su nuevo lugar, en realidad no lo recuerdo. Lo que sí me acuerdo es ver de reojo como mi abuela se acercaba a su pieza y me veía a mi, subido a su cama, con el Jesús acostado en la almohada blanca al lado mío, habiéndole colocado yo ese cuadro que tanto le decía que odiaba: El de los chicos de distinto color de piel besándose. 

Entendía la tristeza, porque la había vivido y me hacía sentir bien saber que hay otros en el mundo que también sufrían. El payaso triste era reflejo de mis deseos. Y eso era bueno. Pero ver a una niña negra, besando tan descaradamente a un infante blanco, créanme, era algo no podía comprender. ¿Por qué alguien quería eso? Y miré a mi abuela con el mismo miedo que sentía al ver semejante acto de amor erróneo. Por su mirada, dudo que me haya entendido. ¿Cómo decirle qué mi mayor terror no eran ni los payasos, ni los monstruos, ni los fantasmas, ni ningún ser de ultratumba? ¿Ni la muerte? ¿Ni la oscuridad? ¿Cómo explicarle qué mi mayor miedo era amar?   


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