martes, 22 de octubre de 2013

Soledad -Parte 4-

Parecía cambiar su figura cuando estaba a solas con nosotros. Era alto, pero a solas parecía aún más alto. Su delgadez se inclinaba y se extendía no muy humanamente. Me hacía dudar que tuviera órganos dentro de su cuerpo. Su guardapolvo blanco, que en horas de clases relucía de entusiasmo y bondad hacía el futuro, parecía oscurecerse y asemejaba más a una capa vieja que cubría naturalidades. Llevaba un prendedor en la solapa del guardapolvo de una caricatura de dos niños tomados de la mano, uno sonriendo y otro con mueca triste.

Él me decía cosas que no escuchaba en ninguna parte. Él las llamaba “verdades”.

-Verdades de la vida y de la existencia. –Decía solemnemente, sentado en su escritorio, sin siquiera mirarme o moverse.
-Algunas las he visto por televisión o las he leído en libros que saco de la biblioteca.
-Las verdades se te ocultarán siempre. Estarán, pero se ocultarán.
-¿Y por eso me sacaste de Gimnasia? – Me senté en un pupitre.- Nos darán una medalla si ganamos.
-Son oropeles.
-¿Qué son “oropeles”?
-Cosas sin valor, pero que aparentan tenerlo. Nada de eso sirve.
-Oropeles… -Miré a través de la ventana y vi como mis compañeros corrían de un lado a otro. – “Oropeles”. No me gusta como suena. Orepeles. Orapales. Oru-peles.
-Oropeles. Como la vida. Una construcción sin valor importante. No podés decírselo a la gente, porque no lo entenderían.
-Me lo estás diciendo a mí. –Entre las corridas y los gritos, el silbato del profesor de Educación Física se hacía escuchar cada tanto.- y tampoco lo entiendo.
-Las auténticas joyas vienen en forma de semillas.

Siempre era lo mismo. Terminaba diciendo algo incomprensible que a mi corta edad no entendía y luego me mandaba de vuelta a clases. El me dijo que quiso comenzar las charlas conmigo desde que le avisaron sobre mi “amiga imaginaria”. No me fundamentó bien porqué. En nuestras primeras conversaciones, me pedía que no le contara nada a nadie, pero ya después no me lo siguió pidiendo. Quizás me veía de confianza. Más que confianza, nadie me iría a comprender. ¡Si ni yo comprendía esos momentos! El profesor modelo dándole lecciones infrecuentes sobre la existencia a un silencioso alumno que estaba aprendiendo a crecer por su cuenta. Al comienzo me hacía sentir extraño. La palabra “violación” sobrevolaba mi mente. Nunca me tocaba, ni siquiera me miraba, pero penetraba hondamente en mi cabeza con sus palabras. Eso no me gustaba para nada hasta que logré acostumbrarme, o logré entenderlo un poco. Esa vuelta aprendí lo que era un “oropel”.

Para infiltrar a Soledad al colegio, la cosa era así: Primero tenía que llegar bastante tarde.  Eso no era complicado, ya que mi padre me levantaba tardísimo casi todos los días. Hasta en ocasiones me hacía faltar porque prefería seguir durmiendo y no levantarse de la cama para ayudarme a preparar todo (esto era típico los viernes). La idea era llegar lo suficientemente tarde como para perderme del izado de la bandera.

A ella me la encontraba en la verdulería, que a esa hora estaba cerrada. Ella se quedaba sentada frente a las rejas blancas mirando hacía mi dirección. La encontraba y nos íbamos caminando, casi en silencio. Nos mentalizábamos para cumplir perfectamente el plan.

Ya en la entrada del colegio, abría lentamente la pesada puerta y me fijaba que no haya moros en la costa.  Si no había nadie, entrábamos caminando rápido y nos dirigíamos a unas escaleras viejas de madera que ya no se usaban y que estaban adyacentes a la biblioteca. Ella se quedaba sentada ahí. Subía dicha escalera y se sentaba en el primer escalón de arriba de todo. Nadie pasaba por ahí así que era seguro. Luego de dejarla ahí, me iba a mi aula, que quedaba a pasos nomás.

En cambio, si la puerta de la entrada estaba cerrada, la cosa se complicaba. Como ella no tenía guardapolvo, no podía entrar de una. Al estar cerrada la puerta tenía que tocar el timbre y esperar a que la vicedirectora se acercase para abrir o a lo sumo, esperar a que la auxiliar de limpieza esté realizando su labor cerca. Ninguna de las dos opciones me convenía. Lo que hacía era implementar el Plan B.

En mi bolsillo derecho del guardapolvo dejaba un lápiz. Lo depositaba en el segundo escalón de la entrada; en total eran cuatro pequeños escalones. Tocar timbre era la señal que tenía Soledad para esconderse. En el Plan B, no importaba quien nos fuese abrir. Era indistinto. Me abrían y entraba como si nada, con una gran sonrisa. A mitad del trayecto hacía el aula, volvía sigilosamente y esperaba a encontrar el hall de entrada vacío. Era hora atareada para los adultos, por lo que casi siempre lo estaba. Abría la puerta a la que no le ponían llave y la veía a ella sosteniendo  mi birome. Esa era la coartada. Si me agarraban con la puerta abierta, agarraría rápidamente la birome y diría que fui a buscarla porque se me había caído al entrar. Pondría mi cara más inocente y listo.

Por suerte nunca tuve que usar la coartada. Hacía pasar a Soledad como si nada. Ella decía que pensaba demasiado en los detalles. Quizás era verdad, pero era la forma en que hacía las cosas. Riéndonos en voz baja, me iba al aula y ella a su lugar en la escalera.

Luego de aquella visita a mi hogar y de reprocharme que pudiera llegar a olvidarla, me pidió visitarme en el colegio. Acepté con mucho gusto. La noche previa a verla, sentí una emoción intensa que golpeaba mi pecho como nunca antes. Me costó conciliar el sueño. Sus palabras de la otra vez me habían afectado. Pude haber aminorado un poco su tristeza, pero me paralicé. No supe bien que hacer. Desde que me dijo de venirme a visitar hasta que finalmente pude dormirme, me la pasé pensando en modos de hacerla sentir bien, que curiosamente me producían una intensidad mayor a la emoción que experimentaba siempre antes de verla.


Cuando la vi sentada en el frente de la verdulería con su hermoso vestidito de flores, su negro cabello tocando suavemente sus hombros, sus brillantes ojos mirándome directamente al corazón, apoyando como era de costumbre, sus cachetes sobre las palmas de sus manos, el Sol me cegó por un instante en un repentino fulgor. Era un hermoso día de diciembre que gracias a mi encuentro con ella, se había vuelto aún más hermoso. Le sonreí y nos fuimos serenamente caminando. 

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