Parecía cambiar su
figura cuando estaba a solas con nosotros. Era alto, pero a solas parecía aún
más alto. Su delgadez se inclinaba y se extendía no muy humanamente. Me hacía
dudar que tuviera órganos dentro de su cuerpo. Su guardapolvo blanco, que en
horas de clases relucía de entusiasmo y bondad hacía el futuro, parecía
oscurecerse y asemejaba más a una capa vieja que cubría naturalidades. Llevaba
un prendedor en la solapa del guardapolvo de una caricatura de dos niños
tomados de la mano, uno sonriendo y otro con mueca triste.
Él me decía cosas que
no escuchaba en ninguna parte. Él las llamaba “verdades”.
-Verdades de la vida y
de la existencia. –Decía solemnemente, sentado en su escritorio, sin siquiera
mirarme o moverse.
-Algunas las he visto
por televisión o las he leído en libros que saco de la biblioteca.
-Las verdades se te
ocultarán siempre. Estarán, pero se ocultarán.
-¿Y por eso me sacaste
de Gimnasia? – Me senté en un pupitre.- Nos darán una medalla si ganamos.
-Son oropeles.
-¿Qué son “oropeles”?
-Cosas sin valor, pero
que aparentan tenerlo. Nada de eso sirve.
-Oropeles… -Miré a
través de la ventana y vi como mis compañeros corrían de un lado a otro. – “Oropeles”.
No me gusta como suena. Orepeles. Orapales. Oru-peles.
-Oropeles. Como la
vida. Una construcción sin valor importante. No podés decírselo a la gente,
porque no lo entenderían.
-Me lo estás diciendo
a mí. –Entre las corridas y los gritos, el silbato del profesor de Educación
Física se hacía escuchar cada tanto.- y tampoco lo entiendo.
-Las auténticas joyas
vienen en forma de semillas.
Siempre era lo mismo.
Terminaba diciendo algo incomprensible que a mi corta edad no entendía y luego
me mandaba de vuelta a clases. El me dijo que quiso comenzar las charlas
conmigo desde que le avisaron sobre mi “amiga imaginaria”. No me fundamentó
bien porqué. En nuestras primeras conversaciones, me pedía que no le contara
nada a nadie, pero ya después no me lo siguió pidiendo. Quizás me veía de
confianza. Más que confianza, nadie me iría a comprender. ¡Si ni yo comprendía
esos momentos! El profesor modelo dándole lecciones infrecuentes sobre la
existencia a un silencioso alumno que estaba aprendiendo a crecer por su cuenta.
Al comienzo me hacía sentir extraño. La palabra “violación” sobrevolaba mi
mente. Nunca me tocaba, ni siquiera me miraba, pero penetraba hondamente en mi
cabeza con sus palabras. Eso no me gustaba para nada hasta que logré
acostumbrarme, o logré entenderlo un poco. Esa vuelta aprendí lo que era un
“oropel”.
Para infiltrar a
Soledad al colegio, la cosa era así: Primero tenía que llegar bastante
tarde. Eso no era complicado, ya que mi
padre me levantaba tardísimo casi todos los días. Hasta en ocasiones me hacía
faltar porque prefería seguir durmiendo y no levantarse de la cama para ayudarme
a preparar todo (esto era típico los viernes). La idea era llegar lo
suficientemente tarde como para perderme del izado de la bandera.
A ella me la
encontraba en la verdulería, que a esa hora estaba cerrada. Ella se quedaba
sentada frente a las rejas blancas mirando hacía mi dirección. La encontraba y
nos íbamos caminando, casi en silencio. Nos mentalizábamos para cumplir
perfectamente el plan.
Ya en la entrada del
colegio, abría lentamente la pesada puerta y me fijaba que no haya moros en la
costa. Si no había nadie, entrábamos
caminando rápido y nos dirigíamos a unas escaleras viejas de madera que ya no
se usaban y que estaban adyacentes a la biblioteca. Ella se quedaba sentada
ahí. Subía dicha escalera y se sentaba en el primer escalón de arriba de todo.
Nadie pasaba por ahí así que era seguro. Luego de dejarla ahí, me iba a mi
aula, que quedaba a pasos nomás.
En cambio, si la puerta
de la entrada estaba cerrada, la cosa se complicaba. Como ella no tenía
guardapolvo, no podía entrar de una. Al estar cerrada la puerta tenía que tocar
el timbre y esperar a que la vicedirectora se acercase para abrir o a lo sumo,
esperar a que la auxiliar de limpieza esté realizando su labor cerca. Ninguna
de las dos opciones me convenía. Lo que hacía era implementar el Plan B.
En mi bolsillo derecho
del guardapolvo dejaba un lápiz. Lo depositaba en el segundo escalón de la
entrada; en total eran cuatro pequeños escalones. Tocar timbre era la señal que
tenía Soledad para esconderse. En el Plan
B, no importaba quien nos fuese abrir. Era indistinto. Me abrían y entraba
como si nada, con una gran sonrisa. A mitad del trayecto hacía el aula, volvía
sigilosamente y esperaba a encontrar el hall de entrada vacío. Era hora
atareada para los adultos, por lo que casi siempre lo estaba. Abría la puerta a
la que no le ponían llave y la veía a ella sosteniendo mi birome. Esa era la coartada. Si me agarraban
con la puerta abierta, agarraría rápidamente la birome y diría que fui a
buscarla porque se me había caído al entrar. Pondría mi cara más inocente y
listo.
Por suerte nunca tuve
que usar la coartada. Hacía pasar a Soledad como si nada. Ella decía que
pensaba demasiado en los detalles. Quizás era verdad, pero era la forma en que
hacía las cosas. Riéndonos en voz baja, me iba al aula y ella a su lugar en la
escalera.
Luego de aquella
visita a mi hogar y de reprocharme que pudiera llegar a olvidarla, me pidió visitarme
en el colegio. Acepté con mucho gusto. La noche previa a verla, sentí una
emoción intensa que golpeaba mi pecho como nunca antes. Me costó conciliar el
sueño. Sus palabras de la otra vez me habían afectado. Pude haber aminorado un
poco su tristeza, pero me paralicé. No supe bien que hacer. Desde que me dijo
de venirme a visitar hasta que finalmente pude dormirme, me la pasé pensando en
modos de hacerla sentir bien, que curiosamente me producían una intensidad
mayor a la emoción que experimentaba siempre antes de verla.
Cuando la vi sentada
en el frente de la verdulería con su hermoso vestidito de flores, su negro
cabello tocando suavemente sus hombros, sus brillantes ojos mirándome
directamente al corazón, apoyando como era de costumbre, sus cachetes sobre las
palmas de sus manos, el Sol me cegó por un instante en un repentino fulgor. Era
un hermoso día de diciembre que gracias a mi encuentro con ella, se había
vuelto aún más hermoso. Le sonreí y nos fuimos serenamente caminando.
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