sábado, 12 de octubre de 2013

Soledad -Primera parte-

De chico tenía una amiga llamada Soledad. Ella me dijo su nombre aquella vez en la que estábamos en la terraza viendo las estrellas. Soledad. Escribí su nombre en el oscuro firmamento.

Ella me dio mi primer beso. Estaba en cuarto grado, a comienzos del año. Soledad abrió apenas la puerta del aula y me miró por el espacio obtenido. Me miró por un largo rato con sus brillantes ojos marrones, riéndose con picardía. Luego me hizo un gesto con la mano para que salga. Le pedí a la maestra de nombre Gloria que me permita ir al baño. Me dejó y salí del aula, pero a ella no la vi. Me acerqué al pasillo y a lo lejos, unas flores se alejaban. Eran las flores de su vestido que galopaban a la par del cabello negro y largo de Soledad, dirigiéndose ambos a la entrada de madera de la biblioteca. La seguí y tras hacerme dar vueltas por las estanterías, ella me agarró del guardapolvo, se me acercó con sus enormes ojos y puso sus labios sobre los míos. Mis primeros labios.

Cuando le pregunté luego la razón por la que me besó, ella me dijo que tuvo curiosidad y como me veía como un buen chico, decidió sacársela conmigo. Soledad tenía la capacidad de volver tan simple las cosas que me impresionaba.

Pasábamos mucho tiempo juntos. Leíamos juntos, paseábamos por el barrio juntos, mirábamos películas no aptas para chicos juntos cuando mi padre se quedaba a dormir en la casa de su novia y me dejaba solo frente al televisor. Hasta comíamos juntos.

Recuerdo una ocasión en que herví fideos para comer. La idea era ponerle queso  rallado y disfrutar el manjar viendo televisión. A pesar de tener sólo una década de vida, ya había aprendido a cocinar algunas cosas. Mi padre nunca estaba en casa porque trabajaba todo el día y por las noches, solía “tener problemas”. Me repetía seguido eso de “tener problemas”. Me lo repetía, a veces con más dramatismo en su voz que en otras, mas nunca lograba entender a que se refería. Entonces, hice fideos y le serví un menjunje de fideos sin aceite (como nos gustaba)  en el plato que había puesto en la mesa. Hice lo mismo para mí. Era tomar el tenedor y clavarlo en los fideos para sacar un pegote blanco que solamente a nosotros nos parecía apetitoso. Ni siquiera recuerdo que le pusiéramos sal. Eran fideos cocidos en exceso con queso rallado lo que nos fascinaba. Le dije, ni bien terminé de servir en los platos, que busque el queso que estaba en la alacena, que había comprado ese mismo día. Ella se paró en la silla, abrió las puertas de color blanco gastado de la alacena y tomó el pequeño paquete. Me dijo que en el fondo de la alacena había encontrado otro paquetito de queso rallado que estaba abierto y que luego de tocarlo de tocarlo apenas con la yema del dedo, me dijo que estaba medio lleno. Dejó el nuevo sobre en su lugar y bajó ese. Me lo pasó y muy contento lo derramé sobre mi comida. Jamás podré olvidar el gesto de asco que puso Soledad. Del paquete olvidado vaya a saber cuando, caían unos trozos de queso que se mezclaban con unas cuantas cucarachas que se habían colado dentro. ¡El horror! Esa vuelva no comimos y por unos meses, nuestro plato favorito estuvo prohibido hasta nuevo aviso.

El tiempo pasaba y las cosas se complicaban. Me dijeron que Soledad no era real. Que era producto de mi imaginación. Una “amiga imaginaria”. Nadie la había visto, ni nadie conocía a sus padres. No podían estar más equivocados. Me pedían explicaciones y yo se las daba.  Ella iba a otro colegio, por eso no la habían visto. Y como sus padres eran un poco raros, no solían recibir visitas ni salían mucho de su casa. Ella me decía que dudaba que tuvieran amigos. Aquella vuelta que Soledad apareció en mi colegio, se debió a que se pudo infiltrar ni bien todos entraban a la mañana y formaban filas. Ella, en todo ese transcurso, se escondió en el baño de niñas hasta que todos entraron a sus respectivas y pulcras aulas.

Me prohibieron verla: Mi padre, mis tíos, mis maestros, la psicóloga, la directora del colegio. Todos buscaban quitarme mi tiempo con ella. Un poco lo lograron. Solo podía verla cuando estaba mi padre trabajando y yo podía, por ese motivo de ausencia de autoridad, salir a la calle. Ella me esperaba en la esquina, en donde había en un momento una verdulería atendida por unos bolivianos. El hijo del matrimonio iba al mismo grado que yo. No recuerdo su nombre. Ella me esperaba sentada ahí, en medio de las papas blancas y las verduras de estación. Apoyaba las palmas de sus  manos sobre sus cachetes y miraba el piso de mármol viejo. Siempre me la encontraba de la misma manera. Con su vestido de flores y su mirada clavada en el suelo, obnubilada por sus pensamientos. Me veía y sonreía. Se levantaba rápido, saludaba y se venía conmigo a jugar.

Nadie nos iba a separar. Ella y yo por siempre. Ya tenía once años y mi inocencia estaba mostrando imperfecciones. En ocasiones, antes de dormir, pensaba en ella al lado mío, cubiertos por muchas capas de ropa, cada uno, que nos servían para soportar el frío itinerante del ambiente. Nuestras narices rojas, nuestras mejillas coloradas. Estábamos uno al lado del otro, soportando el frío, sin hacer más que eso. No se porqué siempre imaginaba la misma escena polar. En uno de esos pensares imaginativos, Soledad deja de estar quitar y me besa la mejilla, para luego incorporarse a su posición clásica. Eso me hacía muy feliz.

Estaba por terminar el año y me sentía extraño. Crecer es darse cuenta de lo falso que serás cuando crezcas. Las obligaciones que te van a imponer, de las sutiles amenazas cotidianas que te atarán hasta tu vejez a la hipocresía.  Todo deja de ser bello y pasa a convertirse en un cruel compromiso. Cruel y nada sincero. Y yo lo sentía así, y más aún cuando el año estaba llegando a su fin.

Recuerdo que ella me vino a visitar en una de esas noches, por noviembre. La vi usar un sombrero que le quedaba muy lindo y se lo dije. Ella se sonrojó, a pesar que no fue mi intención. No buscaba provocarle eso, sino decirle la verdad.

- Sos muy lindo. – Me dijo.
- No, no es así. –Le respondí. – Te queda muy bien ese sombrero. Hace juego con tu flequillo, con tu cara, con todo lo tuyo.
- No es para tanto…Es como si hubiera nacido para encontrarte y ser parte tuya. Y no, no es para tanto. Solo es algo más.

Y era algo más en ese momento. Me gustaba tontear con ella. Volver dramático todo. Soledad se divertía cada vez que lo hacía. Se lo debía a mi buena capacidad de observación. En clases, me la pasaba observando a mis compañeros. En la fila del mercado, observaba a quienes iban a comprar, a los cajeros, a los sujetos de seguridad. Uno, luego de tanto observar, aprende a mirar los detalles. Esas cosas obvias que la gente pasa por alto cuando deja de ver cegada por las preocupaciones. Por las calles, las personas van y vienen ocultándose en sus gestos, pero no saben que en la mirada perdida en el suelo, se esconde mucha información de ellos mismos. Podés ver sus tristezas, sus lujurias, sus miserias queridas, sus vacíos existenciales, sus adormecimientos insanos. Podés ver todo eso porque en la mirada se esconde la verdad. O por lo menos eso fue lo que ella me dijo, aquella vez en la terraza mirando las estrellas y buscando anomalías astronómicas. Estábamos abrigados porque había un fuerte viento. Comíamos unas galletitas acarameladas que me habían costado cincuenta centavos. Eran mis favoritas. En el mercado, ese mismo día, habían aparecido los panes dulces y las garrapiñadas. Se lo señalé a ella: Las fiestas se estaban acercando.



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