Ya de chico era bueno
aceptando la decepción. Sólo tomaba la ansiedad contenida en mi corazón y la
desparramaba a través de la ventana, mirando el no tan triste cielo. Observar la Luna con sus cambiantes
formas, como si fueran diferentes tipos de vestidos de gala. Observar las estrellas formar viejas ideas que hasta el
día de hoy guían vidas.
Se balanceaban las
hojas de los árboles distrayéndome con su pequeña danza. A través de la
cuadrada ventana de marco blanco, imaginaba que bajo la luz de la noche,
pasando por las cuidadas casas antiguas del desconocido nuevo barrio, iba a ver
a Soledad yendo a mi rescate. Compartiríamos un tiempo y eso estaría bien. Con
eso me hubiera sentido satisfecho. Un sorbo de su afecto me hubiese dejado
tranquilo por un largo rato, ausente de todos, pero cercano a sus deseos.
Ella no apareció esa
noche, ni la noche siguiente ni la siguiente. Los días se hicieron semanas y la
espera se hizo lenta y difusa. La gente comenzó a cargar imitaciones de
plástico de pinos para adornar su hogar. Me sentía sumergido en un deja vu.
Conocía las reglas de la naturaleza que se accionaban cerca mío y solo quedaba
observar y dejar que todo se acomode. Un deja vu de paredes diferentes, vecinos
nuevos y comida comprada afuera de barato sabor festivo.
Las fiestas navideñas pasaron
y la gente se puso a esperar el Año Nuevo. Antes de todo lo ocurrido, añoraba esta
fecha, sabiendo la cantidad de cosas que iba a poder hacer y que me iban a
forjar como un mejor Ser el futuro año. Iba a ser más fuerte, más grande, mucho
más maduro y feliz. Sin embargo, me encontraba mirando, como se había vuelto
costumbre, por esa ventana blanca con vista a la calle, esperando y no
esperando al mismo tiempo. Ahí fue donde descubrí que la clave que uno necesita
para poder aceptar mejor las consecuencias es no esperar demasiado de lo que
vendrá. No fue agradable sacar esa conclusión con tan solo una década de vida,
pero no había mucho de lo que pensar. La calle estaba desolada. La noche se
mostraba lúgubre por fuera y celebrada en los interiores de las casas de los
vecinos. Un perro viejo cruzó por la ventana deteniéndose para olfatear unas
bolsas. Le faltaba pelaje en una parte del lomo. Ellos me dijeron que pronto
estaría la comida. Tuve tiempo de repasar los acontecimientos.
Luego del juego y del
horrendo día escolar, fui hasta casa y comencé a empacar. Papá me dio una
fuerte bofetada que me dejó la mejilla izquierda sumamente roja. Me latía y
dolía mientras acomodaba mi ropa y los trastos de la cocina. Llegada la noche,
tomamos unas cuantas bolsas negras de consorcio que tenían lo esencial para
nosotros y bajamos a la calle.
Ya había dejado de
dolerme la mejilla izquierda y lo que sentía eran nervios. ¿A dónde iríamos? Mi
papá no solía adelantarme nada nunca y esa ocasión no fue diferente. Se había
largado un frío viento que presagiaba una pronta lluvia mientras esperábamos el
colectivo en su parada. Había un chico pequeño, de unos cinco o seis años,
esperando también el bondi con sus padres. Tenía tan solo una remera y temblaba
el pobre. Mi padre me rezongó al verme revolver las bolsas negras que habían
llegado hasta ahí. No le di mucha importancia. Saqué un buzo que tenía hace
unos años y se lo di al niño. Los jóvenes padres, al comienzo no entendieron mi
intención, hasta que vieron a su hijo ponerse el buzo y darme las gracias. Mi
gesto bueno era real. A veces uno olvida que los gestos buenos pueden ser
reales. A mi papá no le importo que le haya regalado ropa al chico. Miró toda
la escena para luego dedicarse a contar las monedas para el pasaje.
Fuimos a la casa de
unos amigos de él. La pareja también era joven y tenían pocos años de casados.
Tenían un hijo llamado Bernardo de
tan solo cuatro años. Vivían en Capital, pero bastante lejos de nuestro antiguo
hogar. Tardamos cierto tiempo en llegar ahí. Vivían en un PH que habían
heredado y era hermoso. Lo habían pintado recientemente y relucía como si fuera
nuevo. El gran patio fue lo que más me gustó.
Él se llamaba Guillermo y ella Verónica. Guillermo había sido despedido del trabajo por recorte de
personal y estaba haciendo diferentes changas. Pintaba muy bien. Verónica tenía
el brazo enyesado por un accidente que tuvo en un coche de colectivos. Le había
iniciado juicio a la línea, según escuché. Bernardo correteaba de aquí para
allá, sin dejarse disuadir por nada ni nadie. Él solo corría y reía.
Sentado cerca de
Bernardo con un jugo en mi mano, escuchaba la conversación de esa noche. Mi
padre iba a dejarme unos días con ellos y les iba a pagar cierta plata por la
atención. No era mucho, pero a esa familia le hacia falta tener un ingreso
urgentemente. Él tenía pensado quedarse, en lo sucesivo, a dormir en lo de su
nueva pareja y viajar tan pronto pueda, a la casa de sus padres que vivían en
la provincia de Buenos Aires. Él dijo que iba a ir a “hacer unos negocios”. Si los negocios salían bien, resolvería los
conflictos rápidamente y todo volvería a la normalidad. “A nuestra normalidad”, pensé yo, poco contento.
Esa noche él se fue,
avisando que mañana iba a traer un par de cosas más. Yo estaba enojadísimo. No solo había perdido
el partido final del torneo, sino que me había mudado a un lugar que tenía que
habitar con extraños sin nadie conocido, sino que, conociendo a mi padre, iba a
tener que cambiarme de colegio en relación a lo que el encuentre disponible para
vivir. Y no sólo eso: No había traído mi bolsa con mis juguetes. Él se fue
minutos antes de la medianoche y pensé en que una noche también Soledad se había ido a ese horario cierta vez que
colgamos en la terraza. Recordar ese momento me hizo sentir bien por un
instante, para caer en la cuenta que estaba a punto de irme a dormir sin sueño
a una cama indiferente a mí, que no tendrá ninguna fragancia recordatoria de
días bien terminados.
Ya casi era Año Nuevo.
Llené mi platito de cerámica con más trozos de turrón y Mantecol y me fui a la
ventana para poder sentirme bien de vuelta. Para poder recordar aflicciones.
Mis días ahí pasaron tristes, pero no aburridos. La familia con la que estuve
viviendo, se la pasaba haciendo cosas.
Comencé mis vacaciones
observándolos, ya que no tenía ni la posibilidad de jugar con mis juguetes.
Guillermo había pegado una changa dibujando la ilustración que iban a llevar
unas bolsas de arpillera que iba a regalar la panadería de su barrio. Dibujó la Torre Eiffel lo más perfecta
que pudo copiando el diseño de una imagen que tenía de una revista. Le agregó
luego el nombre de la panadería, unos detalles y listo: derecho a cobrar. Eso
le llevó casi un día. No era muy rápido que digamos.
Verónica, a pesar del
brazo fracturado, era la belleza en persona. Su cabello era el negro más negro
que había visto en mi vida sobre una cabeza. ¡Y era natural! Su piel blanca
estaba inmaculada y su cuerpo, a pesar de usar overoles no tan agraciados, se
mostraba simplemente hermoso. Ella usaba lentes y en vez de quedarle mal, le
hacían acentuar más sus bellos rasgos. Guillermo tampoco era feo tipo. Alto,
cabello enrulado bien cortado, ojos marrones y brillantes.
Me sentaba en la mesa
de plástico que había en el espacioso patio. Me habían dado unas biromes y unos
papeles usados con carillas libres para usar a mi antojo. Mientras veía a
Bernardo correr y correr, caerse, babearse, levantarse, seguir corriendo y
repetir la rutina, escribía mi plan.
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