martes, 19 de noviembre de 2013

Soledad -Parte 8-

Ya de chico era bueno aceptando la decepción. Sólo tomaba la ansiedad contenida en mi corazón y la desparramaba a través de la ventana, mirando el no tan triste cielo. Observar la Luna con sus cambiantes formas, como si fueran diferentes tipos de vestidos de gala. Observar  las estrellas formar viejas ideas que hasta el día de hoy guían vidas.

Se balanceaban las hojas de los árboles distrayéndome con su pequeña danza. A través de la cuadrada ventana de marco blanco, imaginaba que bajo la luz de la noche, pasando por las cuidadas casas antiguas del desconocido nuevo barrio, iba a ver a Soledad yendo a mi rescate. Compartiríamos un tiempo y eso estaría bien. Con eso me hubiera sentido satisfecho. Un sorbo de su afecto me hubiese dejado tranquilo por un largo rato, ausente de todos, pero cercano a sus deseos.

Ella no apareció esa noche, ni la noche siguiente ni la siguiente. Los días se hicieron semanas y la espera se hizo lenta y difusa. La gente comenzó a cargar imitaciones de plástico de pinos para adornar su hogar. Me sentía sumergido en un deja vu. Conocía las reglas de la naturaleza que se accionaban cerca mío y solo quedaba observar y dejar que todo se acomode. Un deja vu de paredes diferentes, vecinos nuevos y comida comprada afuera de barato sabor festivo.

Las fiestas navideñas pasaron y la gente se puso a esperar el Año Nuevo. Antes de todo lo ocurrido, añoraba esta fecha, sabiendo la cantidad de cosas que iba a poder hacer y que me iban a forjar como un mejor Ser el futuro año. Iba a ser más fuerte, más grande, mucho más maduro y feliz. Sin embargo, me encontraba mirando, como se había vuelto costumbre, por esa ventana blanca con vista a la calle, esperando y no esperando al mismo tiempo. Ahí fue donde descubrí que la clave que uno necesita para poder aceptar mejor las consecuencias es no esperar demasiado de lo que vendrá. No fue agradable sacar esa conclusión con tan solo una década de vida, pero no había mucho de lo que pensar. La calle estaba desolada. La noche se mostraba lúgubre por fuera y celebrada en los interiores de las casas de los vecinos. Un perro viejo cruzó por la ventana deteniéndose para olfatear unas bolsas. Le faltaba pelaje en una parte del lomo. Ellos me dijeron que pronto estaría la comida. Tuve tiempo de repasar los acontecimientos.

Luego del juego y del horrendo día escolar, fui hasta casa y comencé a empacar. Papá me dio una fuerte bofetada que me dejó la mejilla izquierda sumamente roja. Me latía y dolía mientras acomodaba mi ropa y los trastos de la cocina. Llegada la noche, tomamos unas cuantas bolsas negras de consorcio que tenían lo esencial para nosotros y bajamos a la calle.

Ya había dejado de dolerme la mejilla izquierda y lo que sentía eran nervios. ¿A dónde iríamos? Mi papá no solía adelantarme nada nunca y esa ocasión no fue diferente. Se había largado un frío viento que presagiaba una pronta lluvia mientras esperábamos el colectivo en su parada. Había un chico pequeño, de unos cinco o seis años, esperando también el bondi con sus padres. Tenía tan solo una remera y temblaba el pobre. Mi padre me rezongó al verme revolver las bolsas negras que habían llegado hasta ahí. No le di mucha importancia. Saqué un buzo que tenía hace unos años y se lo di al niño. Los jóvenes padres, al comienzo no entendieron mi intención, hasta que vieron a su hijo ponerse el buzo y darme las gracias. Mi gesto bueno era real. A veces uno olvida que los gestos buenos pueden ser reales. A mi papá no le importo que le haya regalado ropa al chico. Miró toda la escena para luego dedicarse a contar las monedas para el pasaje.

Fuimos a la casa de unos amigos de él. La pareja también era joven y tenían pocos años de casados. Tenían un hijo llamado Bernardo de tan solo cuatro años. Vivían en Capital, pero bastante lejos de nuestro antiguo hogar. Tardamos cierto tiempo en llegar ahí. Vivían en un PH que habían heredado y era hermoso. Lo habían pintado recientemente y relucía como si fuera nuevo. El gran patio fue lo que más me gustó.

Él se llamaba Guillermo y ella Verónica. Guillermo había sido despedido del trabajo por recorte de personal y estaba haciendo diferentes changas. Pintaba muy bien. Verónica tenía el brazo enyesado por un accidente que tuvo en un coche de colectivos. Le había iniciado juicio a la línea, según escuché. Bernardo correteaba de aquí para allá, sin dejarse disuadir por nada ni nadie. Él solo corría y reía.

Sentado cerca de Bernardo con un jugo en mi mano, escuchaba la conversación de esa noche. Mi padre iba a dejarme unos días con ellos y les iba a pagar cierta plata por la atención. No era mucho, pero a esa familia le hacia falta tener un ingreso urgentemente. Él tenía pensado quedarse, en lo sucesivo, a dormir en lo de su nueva pareja y viajar tan pronto pueda, a la casa de sus padres que vivían en la provincia de Buenos Aires. Él dijo que iba a ir a “hacer unos negocios”. Si los negocios salían bien, resolvería los conflictos rápidamente y todo volvería a la normalidad. “A nuestra normalidad”, pensé yo, poco contento.

Esa noche él se fue, avisando que mañana iba a traer un par de cosas más.  Yo estaba enojadísimo. No solo había perdido el partido final del torneo, sino que me había mudado a un lugar que tenía que habitar con extraños sin nadie conocido, sino que, conociendo a mi padre, iba a tener que cambiarme de colegio en relación a lo que el encuentre disponible para vivir. Y no sólo eso: No había traído mi bolsa con mis juguetes. Él se fue minutos antes de la medianoche y pensé en que una noche también Soledad se  había ido a ese horario cierta vez que colgamos en la terraza. Recordar ese momento me hizo sentir bien por un instante, para caer en la cuenta que estaba a punto de irme a dormir sin sueño a una cama indiferente a mí, que no tendrá ninguna fragancia recordatoria de días bien terminados.


Ya casi era Año Nuevo. Llené mi platito de cerámica con más trozos de turrón y Mantecol y me fui a la ventana para poder sentirme bien de vuelta. Para poder recordar aflicciones. Mis días ahí pasaron tristes, pero no aburridos. La familia con la que estuve viviendo, se la pasaba haciendo cosas.

Comencé mis vacaciones observándolos, ya que no tenía ni la posibilidad de jugar con mis juguetes. Guillermo había pegado una changa dibujando la ilustración que iban a llevar unas bolsas de arpillera que iba a regalar la panadería de su barrio. Dibujó la Torre Eiffel lo más perfecta que pudo copiando el diseño de una imagen que tenía de una revista. Le agregó luego el nombre de la panadería, unos detalles y listo: derecho a cobrar. Eso le llevó casi un día. No era muy rápido que digamos.

Verónica, a pesar del brazo fracturado, era la belleza en persona. Su cabello era el negro más negro que había visto en mi vida sobre una cabeza. ¡Y era natural! Su piel blanca estaba inmaculada y su cuerpo, a pesar de usar overoles no tan agraciados, se mostraba simplemente hermoso. Ella usaba lentes y en vez de quedarle mal, le hacían acentuar más sus bellos rasgos. Guillermo tampoco era feo tipo. Alto, cabello enrulado bien cortado, ojos marrones y brillantes.

Me sentaba en la mesa de plástico que había en el espacioso patio. Me habían dado unas biromes y unos papeles usados con carillas libres para usar a mi antojo. Mientras veía a Bernardo correr y correr, caerse, babearse, levantarse, seguir corriendo y repetir la rutina, escribía mi plan.


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