lunes, 11 de noviembre de 2013

Soledad -Parte 7-

Corrí hacía el hall y detuve la marcha de mi papá, quien avanzaba rápidamente. No podía entenderlo.

-¿Qué pasa, papá? –Dije agitadísimo.
-Nos vamos ahora.
-¿A dónde?
-A casa. Tenemos que levantar todas las cosas y mudarnos. Ya no vivimos en ese lugar.

-¿Qué pasó?

 En ese momento, pregunté sin pensar. No hacía falta que me responda, ya tenía una idea de la respuesta: Nos habían echado. Como en todas las veces anteriores y en las siguientes. De todas maneras, pregunté. Quizás esperando a escuchar, por primera vez, algo diferente. Pero no fue así. La historia tenía que repetirse.

-Vamos. –Me dijo él, continuando su paso.
-¡No puedo irme! ¡Estoy ocupado en algo!

Se detuvo y me miró.

-A ver, ¿Qué te tiene ocupado? ¿Estás estudiando o trabajando para ganar dinero y pagar las cosas? No. Solo estás boludeando en el patio con el resto.
-No estoy tonteando –De chico me negaba a decir malas palabras-. Estoy por jugar la final del torneo de basket.

El profesor de Educación Física apareció proveniente del patio y lo miramos. La luz del Sol se contrapuso con las sombras del gigantesco hall antiguo transformando su forma y sus palabras en algo que parecía más trascendental.

-¡Che! Tenemos que jugar, ¿Venís?

Miré de vuelta a mi papá.

-Debo jugar. Jugamos y nos vamos.
-No puedo esperar a que termines. Hay mucho para hacer.
-Pe-
-¡Y además estoy cansado! Estuve laburando sin parar. ¿Te pensás que es todo tan fácil? Vamos, dale.

Siguió su caminar. Esa vez no iba a permitir seguir repitiendo la historia. No iba a ser ganar la guerra, pero por lo menos daría fiereza en mi batalla.

-No soy tan niño como antes.

Él no me escuchó. Continuó su caminata rumbo a la calle. Esta vez no.

-¡No soy un niño como antes!

No se si pasó de verdad, pero juraría que todo a mi alrededor se silenció por unos segundos. El patio pareció callarse, las aulas pararon de hablar para enseñar, el rutinario tráfico hizo un parate, ¡Hasta mi padre silenció sus pasos! Y me miró.

-¿Qué te pasa ahora?
-Todo. Todo me pasa. Y quiero jugar con los chicos y quiero ganar. Entrené tanto… No puedo irme sin jugar. Debo ganar por el colegio, por los chicos, por nosotros, por Soledad…
-¿Soledad? ¿Este lío que armás es por causa de ella? ¿Por tu amiga imaginaria?
-¡Ella es real! Me siento vivo sabiendo que es mi amiga. ¡Nadie que no fuese de verdad te haría sentir así!
-¡Pibe, vamos! O entrá otro por vos. –Dijo el profe, quien se metió al patio a paso decidido, buscando no meterse en cuestiones ajenas.

Su silbato sonó y la caótica energía pre-juvenil pareció acomodarse para fluir en la futura contienda deportiva. El mundo seguía su curso.

-Tenemos que guardar todo, arreglar rápido las cosas para irnos. No tenemos tiempo.
-Lo siento, pero debo estar allá, papá.

Y me fui corriendo.

-¡¿Vas a dejar a tu pobre padre haciendo todas las cosas?! ¡¿A vos te parece?! ¡Pensá en lo mal que me vas a hacer sentir mientras vos te dedicás a pelotudear! ¡Pensá en-

Dejé de escucharlo ni bien entré al patio y me puse en mi parte de la cancha. Estaba a punto de sonar el silbato y yo debía ubicarme. Nunca buscaría hacerle el mal a alguien y menos a mi papá, pero no podía dejar pasar esto. No importa que consecuencias me vaya a provocar. El agudo chillido me sacó de mis pensamientos y puso mi mente en el juego. Haré la diferencia y pondré esa tonta pelota en el canasto.

A pesar que nuestros competidores tenían nuestra edad, nuestra estatura y quizás las mismas mañas, noté lo diferente que eran en verdad: Ellos usaban zapatillas de marca que brillaban por lo limpias y nuevas que estaban. Nosotros teníamos las zapatillas de lona que comprábamos en Once, o quizás, si tenías la suerte, podías estar usando botines de fútbol gastados heredados de algún hermano mayor. Sus vestimentas estaban bien cuidadas y seguramente no fueron compradas en ferias americanas. Sus cabellos lucían mejor cortados, sus cuerpos estaban en mejor forma ya que no salteaban comidas, su técnica de juego no era nacida de la calle y de la inexperiencia, ¡En verdad sabían lo que hacían! Corríamos de un extremo a otro de la cancha, pero no tardé en entender, que los únicos que corrían sin ningún sentido, sin ningún propósito claro, sin visión más que la sufridamente heredada, éramos nosotros. Y no me refería al juego en sí.

Había un chico gordo en el otro equipo. Gordo y con mirada sobradora. Escuché que le decían “Martín”.  Él era mi contendiente personal. Estábamos perdiendo, pero no mucho. Teníamos buen ánimo, aunque más que ánimo, era rabia la que sentíamos. No ser los chicos lindos de nadie, nos daba esa libertad de enojarnos y hacer lo que quisiésemos. Pudimos empatarlos y en una de esas, Martín logró agarrar un rebote y se fue hacía nuestro aro, perseguido por mi. Él corría y me sacaba la lengua, se reía a carcajadas con sus ojos. Él saltó confiado para encestar y su expresión cambió cuando le corté el tiro. Gritó furiosamente. 

Hubo un descanso de unos minutos. Estaba agotado, cansado, pero contento. Por primera vez estuve a la altura. Miré al otro equipo y estaban tan agotados y cansados como nosotros, pero mucho no parecía importarles. No tenían mucho que perder. Luego de jugar, regresarían a sus hogares medianamente constituidos y seguirían sus vidas en perfecta evolución hacía el futuro de los de arriba. Y tendrían una merienda mucho más suculenta que la nuestra. Mientras tanto, Martín me observaba fijo, sin pestañear. Ojos llenos de sangre que me reflejaban.

Comenzó la segunda mitad. El empate no nos duró mucho. A pesar de pelearla, de esforzarme a más no poder, empezaron a sacarnos ventaja de nuevo. Me era tan claro que no era una disputa pareja. Si nosotros hubiéramos sido como ellos, las cosas hubiesen tomado otro rumbo. Ví que a Martín le habían pasado la pelota y me fui a cubrirlo y lo hice bien, tanto que se enojó y me cometió falta. Me empujó con fuerza hasta tirarme.

Él juego estaba por terminar y yo tenía que continuar estando en el colegio hasta que finalizaran las clases por la tarde. Bancarme la fea sensación que al terminar el día, tenía que irme a un lugar peor, poco agradable para mi existencia y soportar la bronca de mi papá por no hacerle caso y la bronca de la dueña del lugar hacía mi padre, porque el tampoco solía hacer caso.

Pude sentir la desesperación de mis compañeros y me sentí en casa. Miré a mi alrededor para encontrar la mirada de Soledad y no la encontré, pero me la imaginé: Cálida, reconfortante, abriéndome paso a través de su alma para encontrar tranquilidad en la mía. Ella no estaba y la enorme bola que era Martín se dirigía de vuelta hacía el aro teniéndome a mi en el medio. Y frenó sin dejar de picar la pelota. No lo dejaba pasar. No importa cuan agresivo se ponía, sus golpes me daban más vitalidad. Lo hice retroceder un poco y casi pierde la pelota en una oportunidad. Se echó una corrida, no dispuesto a pasársela a nadie. Lo seguí y lo detuve, llegando a estar cuerpo contra cuerpo.

-¿Sabés? –Me dijo- Este juego… Es para gente capaz, no para gente… ¡Como vos! 

Me empujó y encestó el tiro antes del tiempo límite. Los chicos del otro equipo empezaron a gritar de felicidad. Estaba en el piso cuando pasó Martín a mi lado y me pateó disimuladamente. De lejos me llamó “Enfermito” y se unió al festejo con sus victoriosos compañeros. Años más tarde experimenté el por qué de haberme llamado así. Nuevamente, todo alrededor enmudeció y mis pensamientos volvieron a formar murallas de contención.  

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