Corrí hacía el hall y detuve la marcha de mi papá, quien avanzaba
rápidamente. No podía entenderlo.
-¿Qué pasa, papá? –Dije agitadísimo.
-Nos vamos ahora.
-¿A dónde?
-A casa. Tenemos que levantar todas las cosas y mudarnos. Ya no vivimos
en ese lugar.
-¿Qué pasó?
-Vamos. –Me dijo él, continuando su paso.
-¡No puedo irme! ¡Estoy ocupado en algo!
Se detuvo y me miró.
-A ver, ¿Qué te tiene ocupado? ¿Estás estudiando o trabajando para ganar
dinero y pagar las cosas? No. Solo estás boludeando en el patio con el resto.
-No estoy tonteando –De chico
me negaba a decir malas palabras-. Estoy por jugar la final del torneo de
basket.
El profesor de Educación Física apareció proveniente del patio y lo
miramos. La luz del Sol se contrapuso con las sombras del gigantesco hall
antiguo transformando su forma y sus palabras en algo que parecía más
trascendental.
-¡Che! Tenemos que jugar, ¿Venís?
Miré de vuelta a mi papá.
-Debo jugar. Jugamos y nos vamos.
-No puedo esperar a que termines. Hay mucho para hacer.
-Pe-
-¡Y además estoy cansado! Estuve laburando sin parar. ¿Te pensás que es
todo tan fácil? Vamos, dale.
Siguió su caminar. Esa vez no iba a permitir seguir repitiendo la
historia. No iba a ser ganar la guerra, pero por lo menos daría fiereza en mi
batalla.
-No soy tan niño como antes.
Él no me escuchó. Continuó su caminata rumbo a la calle. Esta vez no.
-¡No soy un niño como antes!
No se si pasó de verdad, pero juraría que todo a mi alrededor se
silenció por unos segundos. El patio pareció callarse, las aulas pararon de
hablar para enseñar, el rutinario tráfico hizo un parate, ¡Hasta mi padre
silenció sus pasos! Y me miró.
-¿Qué te pasa ahora?
-Todo. Todo me pasa. Y quiero jugar con los chicos y quiero ganar.
Entrené tanto… No puedo irme sin jugar. Debo ganar por el colegio, por los
chicos, por nosotros, por Soledad…
-¿Soledad? ¿Este lío que armás es por causa de ella? ¿Por tu amiga
imaginaria?
-¡Ella es real! Me siento vivo sabiendo que es mi amiga. ¡Nadie que no
fuese de verdad te haría sentir así!
-¡Pibe, vamos! O entrá otro por vos. –Dijo el profe, quien se metió al
patio a paso decidido, buscando no meterse en cuestiones ajenas.
Su silbato sonó y la caótica energía pre-juvenil pareció acomodarse para
fluir en la futura contienda deportiva. El mundo seguía su curso.
-Tenemos que guardar todo, arreglar rápido las cosas para irnos. No
tenemos tiempo.
-Lo siento, pero debo estar allá, papá.
Y me fui corriendo.
-¡¿Vas a dejar a tu pobre padre haciendo todas las cosas?! ¡¿A vos te
parece?! ¡Pensá en lo mal que me vas a hacer sentir mientras vos te dedicás a
pelotudear! ¡Pensá en-
Dejé de escucharlo ni bien entré al patio y me puse en mi parte de la
cancha. Estaba a punto de sonar el silbato y yo debía ubicarme. Nunca buscaría
hacerle el mal a alguien y menos a mi papá, pero no podía dejar pasar esto. No
importa que consecuencias me vaya a provocar. El agudo chillido me sacó de mis
pensamientos y puso mi mente en el juego. Haré la diferencia y pondré esa tonta pelota en el canasto.
A pesar que nuestros competidores tenían nuestra
edad, nuestra estatura y quizás las mismas mañas, noté lo diferente que eran en
verdad: Ellos usaban zapatillas de marca que brillaban por lo limpias y nuevas
que estaban. Nosotros teníamos las zapatillas de lona que comprábamos en Once,
o quizás, si tenías la suerte, podías estar usando botines de fútbol gastados
heredados de algún hermano mayor. Sus vestimentas estaban bien cuidadas y
seguramente no fueron compradas en ferias americanas. Sus cabellos lucían mejor
cortados, sus cuerpos estaban en mejor forma ya que no salteaban comidas, su técnica de juego no era nacida de la calle y de la
inexperiencia, ¡En verdad sabían lo que hacían! Corríamos de un extremo a otro
de la cancha, pero no tardé en entender, que los únicos que corrían sin ningún
sentido, sin ningún propósito claro, sin visión más que la sufridamente
heredada, éramos nosotros. Y no me refería al juego en sí.
Había un chico gordo en el otro equipo. Gordo y con mirada sobradora.
Escuché que le decían “Martín”. Él era mi contendiente personal. Estábamos
perdiendo, pero no mucho. Teníamos buen ánimo, aunque más que ánimo, era rabia
la que sentíamos. No ser los chicos lindos de nadie, nos daba esa libertad de enojarnos y hacer lo que
quisiésemos. Pudimos empatarlos y en una de esas, Martín logró agarrar un
rebote y se fue hacía nuestro aro, perseguido por mi. Él corría y me sacaba la
lengua, se reía a carcajadas con sus ojos. Él saltó confiado para encestar y su
expresión cambió cuando le corté el tiro. Gritó furiosamente.
Hubo un descanso de unos minutos. Estaba agotado, cansado, pero
contento. Por primera vez estuve a la altura. Miré al otro equipo y estaban tan
agotados y cansados como nosotros, pero mucho no parecía importarles. No tenían
mucho que perder. Luego de jugar, regresarían a sus hogares medianamente constituidos
y seguirían sus vidas en perfecta evolución hacía el futuro de los de arriba. Y
tendrían una merienda mucho más suculenta que la nuestra. Mientras tanto,
Martín me observaba fijo, sin pestañear. Ojos llenos de sangre que me
reflejaban.
Comenzó la segunda mitad. El empate no nos duró
mucho. A pesar de pelearla, de esforzarme a más no poder, empezaron a sacarnos ventaja de nuevo. Me era tan claro que no era una disputa pareja. Si
nosotros hubiéramos sido como ellos, las cosas hubiesen tomado otro rumbo. Ví
que a Martín le habían pasado la pelota y me fui a cubrirlo y lo hice bien,
tanto que se enojó y me cometió falta. Me empujó con fuerza hasta tirarme.
Él juego estaba por terminar y yo tenía que continuar estando en el
colegio hasta que finalizaran las clases por la tarde. Bancarme la fea
sensación que al terminar el día, tenía que irme a un lugar peor, poco
agradable para mi existencia y soportar la bronca de mi papá por no hacerle
caso y la bronca de la dueña del lugar hacía mi padre, porque el tampoco solía
hacer caso.
Pude sentir la desesperación de mis compañeros y me sentí en casa. Miré
a mi alrededor para encontrar la mirada de Soledad y no la encontré, pero me la
imaginé: Cálida, reconfortante, abriéndome paso a través de su alma para
encontrar tranquilidad en la mía. Ella no estaba y la enorme bola que era
Martín se dirigía de vuelta hacía el aro teniéndome a mi en el medio. Y frenó
sin dejar de picar la pelota. No lo dejaba pasar. No importa cuan agresivo se
ponía, sus golpes me daban más vitalidad. Lo hice retroceder un poco y casi
pierde la pelota en una oportunidad. Se echó una corrida, no dispuesto a
pasársela a nadie. Lo seguí y lo detuve, llegando a estar cuerpo contra cuerpo.
-¿Sabés? –Me dijo- Este juego… Es para gente capaz, no para gente… ¡Como
vos!
Me empujó y encestó el tiro antes del tiempo
límite. Los chicos del otro equipo empezaron a gritar de felicidad. Estaba en
el piso cuando pasó Martín a mi lado y me pateó disimuladamente.
De lejos me llamó “Enfermito” y se
unió al festejo con sus victoriosos compañeros. Años más tarde experimenté el
por qué de haberme llamado así. Nuevamente, todo alrededor enmudeció y mis
pensamientos volvieron a formar murallas de contención.
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