Me la pasé buscándola por todo el colegio. Pensaba que el desasosiego
que podría causarle ser encontrada, quizás la habían llevado a esconderse mucho
mejor. Recorrí casa centímetro del colegio y nada. No estaba.
Esa tarde, la cual se había puesto suavemente lluviosa, intenté llamarla
desde casa. Nadie contestó. Él teléfono sonaba y sonaba. No estaba en la
verdulería sentada en un rincón esperando, no estaba en las calles iluminadas
por donde los estudiantes de la
Universidad cercana iban a estudiar y Soledad cada tanto los
perseguía para conocer más sus historias, ni siquiera estaba en la terraza
viendo estrellas y anotando de antemano en nuestro cuaderno.
Los días pasaron y aquella suave llovizna, se había transformado en una
tormenta que no quería dejar de parar. La gente del edificio volvió a preparar
guisos típicos del invierno. Lo podía oler. La ausencia de Soledad me permitía
aceptar las invitaciones de encuentros con algunos compañeros de la división. A
veces le cancelaba a ella nuestra cita por ir a verlos. Sin embargo, no estaba
de humor para hacer eso. Prefería recorrer sigilosamente el derruido y viejo
edificio por las noches, buscando identificar el olor de sus cenas. Esos
alimentos preparados con tanto amor y dedicación, muy diferente a mi comida
diaria. No era el olor a guiso con verduras y carne barata lo que olía, sino el
olor a una familia. Me estaba dando hambre, pero no sentía apetito en absoluto.
El día anterior al torneo, falté al colegio. Mi padre estaba más ausente
que nunca. La noche pasada apareció con comida y me dio plata para que pueda
comer al día siguiente. Para que compre mi almuerzo en la parrilla que sabía
que me gustaba. Después se sentó a beber viendo un poco de televisión. Estaba
en el piso haciendo que dibujaba para disimular que lo observaba. No en muchas
ocasiones tenía la chance de verlo. Me la pasé memorizando sus rasgos, sus
expresiones. En eso, pude ver a sus ojos enrojecer y lágrimas caer de a poco,
sin dejar de observar el programa de televisión. Luego de un rato, se fue.
Me la pasé viendo televisión, viendo ese canal de dibujos animados para
chicos que había dejado de ver. Y lo vi toda la noche. Dormí un rato a eso de
las cinco de la mañana y me levanté sin cansancio a las siete y treinta y
nueve. El día se reflejaba por la ventana. Cerré el portón de la misma y
desayuné. Tapé luego cada lugar que permitiese el paso del Sol y continué
viendo televisión hasta pasado el mediodía. No tenía sueño, pero sentía que la
mañana se reflejaba adormilada para nosotros.
Cuando salí a la calle, el mediodía presentaba un poco más de calor, un
poco más de esperanza. Compré mi comida en la parrilla que atendía el padre de
un chico de mi división que había venido de Uruguay. Él padre lucía un espeso
bigote y parecía ilusionado. Debía de alegrarle de estar por estos lares.
Llegué a casa esquivando a mi vecino que siempre disfrutaba al hablar
conmigo. Le dije que me sentía mal de la cabeza y que necesitaba acostarme
rápidamente. Me increpó por el olor a alimento grasiento que emanaba de la
bolsa blanca que escondía detrás de mis flacas piernas. Le dije que eran para
mi padre y que me obligó a irle a comprar, sin importar mi salud. Eso lo dije a
propósito porque sabía me lo iba a entender. Su padre lo maltrataba tanto a él
como a su madre. Sus gritos se escuchaban por todos lados.
Comí y vi televisión hasta llegada la tarde, que me preparé un mate
cocido y lo comí con unas galletitas dulces. Estaba sorprendido por cuantas
propagandas de juguetes para niñas eran referidas a cocinar, a planchar o a
cuidar bebés. Seguí viendo mis dibujos, y alguna que otra película, hasta que
el vino antes de la madrugada y apagó el televisor. Simulé haberme dormido para
no hablarle.
El torneo se jugaba en el patio al lado de mi aula, que es el patio de
los chicos de cuarto, quinto y sexto. El día se mostraba fenomenal. La lluvia
había traído un mejor clima veraniego. Mi humor, al sentir la brisa tocar mi
cuerpo, mejoró un poco. La escuela rival llegó puntual y el partido comenzó más
rápido de lo previsto. Había cuatro equipos: Dos nuestros y dos de ellos. Uno y
uno iban a competir y los ganadores competían entre ellos para dilucidar al
campeón. No parecía la gran cosa, pero para nosotros era el torneo de nuestras
vidas. A semanas de terminar el colegio, con las materias ya definidas,
pensando en el año que viene, esto era un fuerte cierre.
Mi equipo jugó el primer partido y ganó con mucha facilidad. No hice
mucho en el partido. Me sentía ido, lento, descoordinado. Mis corridas siempre
fueron mi mayor especialidad, pero no se me estaban dando como quería. No podía
poner la mente en el juego. De todas
maneras, ganamos.
El otro equipo de mi división comenzó a jugar y se lo veía complicado.
Los jugadores de la otra escuela, del equipo rival, se veían mejor entrenados.
Había un par de ellos que seguramente jugaban en algún club de barrio. Quienes
miraban de afuera, se dedicaban a hablar del juego y de cosas varias. El rumor
del momento era saber si Mariano se había comido a la chica nueva del otro
curso, que estaba muy buena. Apenas los escuchaba. Antes, les hubiera prestado
más atención o hasta incluso hubiera mostrado interés para hacerlos sentir
bien. Mas no me interesaba actuar de esa manera. Me hablaban y yo solamente les
sonreía y ponía la mirada en el frío suelo. El equipo rival ganó y nosotros teníamos
que disputar la final con ellos.
-¡Hijo!
Esa voz que escuché mientras mirada distraído a los chicos yéndose de la
cancha, se mostraba grave y decidida. La conocía. Miré a las puertas que daban
al hall central y ahí estaba. Mi padre me miraba a lo lejos.
-¡Hijo! ¡Vení! ¡Nos vamos!
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