miércoles, 13 de junio de 2012

Prodigio de familia III

Prendí un cigarrillo y mi caminata hacía la nada siguió, en aquella noche por el barrio. Estaba escuchando un compilado de canciones de Maria Elena Walsh, porque cuando buscás deprimirte, no hay nada mejor que pensar en tu ingenua y simple infancia, y Manuelita, esa que vivía en Pehuajó, me dejaba el humor tirado por el piso. Las luces de los pocos lugares abiertos, iluminaban ciertas partes de las calles. Los pocos faroles que andaban, esparcían arriba mío la amarillenta luz. Doblé una esquina y agarré una avenida en mi caminata. En la cuadra del frente, ví un gato negro, de poco tamaño, moviéndose temeroso por la calle, acercándose a la acera. Detuve mis pasos para observarlo bien. El felino está justamente enfrente mío, tanto que, compartimos por un segundo, una pequeña mirada. Y el gato seguía acercándose más y más al asfalto. De pronto, el sonido de los autos se volvieron mudos, la gente dejó de hablar, el viento sacudía las ramas de los árboles, pero sin volumen, hasta Maria Elena Walsh pareció querer guardar un minuto de silencio, por alguna extraña razón; y el gato negro se abalanzó hacía la acera, corriendo cegado, por no se qué. Y lo hizo, justo cuando un auto, del cual solo podía distinguir su par de brillantes faroles, ya que para mí, era toda una gran sombra con forma poco natural, avanzaba rápidamente hacía el final de la calle, hacía el pequeño gato oscuro. Mi cigarrillo, que ni siquiera se había consumido la mitad, cayó al piso, y yo, como nunca en mi vida, con una fuerza irreal, salí disparado hacía ese encuentro. En mi corrida, sabía que tenía que encorvarme justo lo indicado para agarrarlo. Sino me encorvaba lo suficiente, no podría agarrarlo y con mi envión, yo seguiría de largo. Si me agachaba mucho, podría tropezarme antes de encontrármelo, y no quería pensar en lo que me sucedería si pasase eso, frente al armatoste de una tonelada. Todo eso lo pensé mientras retenía mi respiración y ejercía, ya entregado a la suerte, a la acción del rescate. Tomé al gato con la mano derecha, trayéndolo hacía mí. Al brazo izquierdo, lo usé como escudo para el minino, y dicho movimiento, que fue rapidísimo, por temor a no alcanzar a salvarlo, me hizo tambalear un poco, con la pierna izquierda como eje. Después recuerdo la presión muy dura que tuve en mi costado, y mis auriculares volaron de mis oídos y yo giré, giré y giré. Hasta puedo decirles y jurarles, que en un momento, me pareció volar. Les juraría, pero “jurar” es muy religioso y no me considero ese tipo de persona. Como les iba contando, “volé” a mi manera y caí fuertemente al suelo. Mi cabeza no tocó el asfalto, cosa muy fortuita porque hubiera complicado todo. Por un momento, me encontraba abrazado sin saber por qué, hasta que recordé al gato negro. Dejé de abrazarme y ahí estaba, el gatete, como me gustaba llamar a los gatos cuando era chico, aferrado con sus garras a mi pecho, mirándome aturdido. Y como si alguien sacara el MUTE de la existencia, en el instante que observé al animal y veo que está bien, los sonidos aparecieron de vuelta y lo primero que escuché fue el final de una frenada y unos cuantos pasos que se acercaban hacía mí de muchas direcciones. Sentía lo mojado que estaba el suelo, y recordé que hacía un rato había lloviznado. Tragué saliva, doliéndome muchísimo, saboreando el gusto a tabaco de mi boca. La gente que se acercó, se sorprendió al verme tan inmutable, tan poco preocupado por lo que acababa de pasar. Recuerdo que les dije que no llamasen a ninguna ambulancia y mucho menos a los policías. Con fuerza arranqué al asustado gatuno de mi pecho, cual tumor, y se lo pasé al dueño del auto que me pisó, diciéndole que me lo tenga mientras buscaba incorporarme. El resto pueden imaginárselo a su manera.


Esto sucedió la noche anterior a que la viese a ella por última vez. Ese mediodía le comenté todo lo sucedido, detalle por detalle, como les conté a ustedes. Hasta bromeé con lo de Maria Elena Walsh, de igual manera. Hasta le obvié el final también. Le conté todo, menos algo, que estuvo oculto todo este tiempo. Ella no supo que mi acto de heroísmo, que mi fortuito accidente, aunque doloroso, que la vida de ese animal sigue siendo vida, gracias a que minutos antes me había dados unos buenos saques, en la oscuridad de una de las calles que cortan la avenida. No entendería nunca que mi acto de salvación, se debe a mi no salvación personal. Y ese final que no le conté, y que luego obvié cambiando de tema, se debe al hecho que una vez incorporado la mitad superior de mi cuerpo, saqué de mi bolsillo un trozo de bolsa verde plástica, la abrí con delicada rapideza, y delante de su contenido blancuzco, cerní mi nariz a mis manos. Hubiera deseado que la noche siguiera muda, porque el sonido de desprecio de la gente que antes se habían acercado a socorrer al pobre héroe, no me dejaban tomar tranquilo. Por suerte, con los ojos cerrados y la cabeza revolucionada, todo daba ciertamente lo mismo. Hasta me pareció escuchar al gato maullar de agradecimiento, aunque solo me pude haber parecido. Seguramente que sí.

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