Prólogo:
Dios, según las Sagradas Escrituras, es aliento de vida, es un soplo de divina gracia que toca y llena el alma de paz. Yo no soy así, por suerte. Tengo una ventaja que me diferencia. Él es ese aliento creador, pero yo soy voz. Soy estruendo auditivo, una facultad expelida por mis adentros que se hace sentir, que modula, afina, gruñe, grita y, por sobre todas las cosas, permite a la gente escucharse y unirse por un corto instante.
Gracias Dios, por no hacerme para nada, igual a vos.
En el hospital, a horas tempranas de la mañana, todavía de noche, se divisan dos clases de personas en la guardia: Los enfermos y la gente en situación de calle.
A los enfermos, claramente, algo les duele. Lo demuestran en sus caras, sus gestos corporales; algo, sin lugar a dudas, no está bien, y lo hacen notar casi disimuladamente, avergonzados, diría, por estar en ese lugar, por haber llegado hasta ese punto de debilidad corporal.
Los de situación de calle duermen. Duermen profundamente. No hay nada que los despierte. Si están despiertos, se muestran apacibles, hablando quedamente, por respeto.
Hay una señora con un hijo. Ella parece ser la típica madre de clase trabajadora, que se ocupa de ser madre de familia, la ama de casa. El hijo parece grande, de unos dieciséis años, vestido con ropa de segunda o tercera marca.
Busca aparentar, como la media de los jóvenes, pero marcando una clara diferencia social. Por ejemplo, sus zapatillas. Tienen la forma similar de aquellas de alto precio; tienen esos accesorios de resortes para la mejor adecuación deportiva y su color es inmaculado, señal de adquisición reciente. Hasta el tamaño del par es del tamaño justo. Tiene la apariencia, pero no hay ninguna logo distintivo del fabricante y los detalles del objeto son menos detallados y puntillosos. Nada en él que demuestre algún grado de elitismo.
Este joven sufre, gime, se contrae, La madre lo cuida.
De la gente que están en situación de calle, hay dos despiertos, sentados detrás de los descriptos anteriormente. Visten considerablemente limpios.
Uno de ellos muestra siempre una sonrisa y un carácter alegre. Tiene un par de bolsas de negocios en sus manos. De mediana edad, viste con jean y campera azul. Apoya sus codos en sus pantorrillas.
Le habla, vociferando, a otro, al sujeto calvo. A pesar de tener un sugestivo aspecto varonil, su vestimenta vieja y gastada, lo llevan a un nivel normal. Le interesa lo que le dicen y habla, por un rato. En la silla de al lado, su pequeño bolso reposa. Parece estar casi vacío.
Luego de un rato, le pregunta la hora a la madre, quien temerosa, le responde, viendo su celular. Él le agradece muy cortés y se levanta, acercándose a las afueras del baño. Se queda ahí, dando vueltas. Se pone la capucha que acompaña a su buzo. Camina de un lado a otro. La retina de sus ojos es blanca y a pesar de estar inquieto por algo, en todo momento mantiene su entereza.
Decide ir al baño y entra. Tarda un rato en salir, momento en el cual el joven parece empeorar. La madre sale y casi enseguida, trae una botella de agua mineral y un sorbete. Prepara todo para que él pueda beber.
Unos médicos atraviesan la guardia. Se los ve distinguidos, con ropa con aire fino, no tan tosca en sus acabados. Uno tiene la típica bata blanca y uno tiene el conjunto azul, referido a los enfermeros. Hombres de mediana edad, nos cruzan y callan lo que venían diciendo. Uno lanza una mirada despectiva por lo que ve y desaprueba.
Sale el pelado y su rutina continúa blanca. Se acerca al sujeto de la sonrisa, quien se levanta y va al baño, pero al de discapacitados, que es la segunda puerta a la izquierda de la de hombres. Se dirige con sus bolsas.
El calvo habla con uno de los dormidos y al rato sale del subsuelo del edificio. La madre nota que su hijo se siente peor e intenta hacer algo. Golpea la puerta de la sala de atención. Los de seguridad, ubicados en la entrada, la miran inmutos y tomando mate. Nada sucede. El muchacho toma un rollo de papel higiénico y, va al baño, tocándose con la mano disponible el abdomen.
Cuando sale el hombre de la sección para discapacitados, se dirige a quienes el pelado habló antes que, por su soltura y disposición, son conocidos. Saca de su jean blanco un papel metálico, similar al de los chicles, y un encendedor cilíndrico. Hablan, guardando él, el papel gris y quedándose con lo otro. Lo prueba, siempre con su sonrisa que afina su mandíbula, y funciona a medias. Charlan de ir de viajar en tren, de un "Carlos" y de la necesidad de ir con él.
Toma las bolsas de distinto color propias de tiendas de ropas y zapatos, y sale, junto a ellos dos. El hijo también sale del baño. La mujer golpea de nuevo, abriéndose la puerta y finalmente entrando.
Elegí ese lugar porque tuve un accidente y mi mano izquierda me dolía; me dolía muchísimo a causa de, seguramente, una infección. Me senté en el lugar donde estaba la madre y esperé. Ya había aclarecido. Unos empleados hablaban de sacar turnos a su manera, sin filas ni espera. Uno de ellos iba a ser padre, a pesar de aparentar tener bastante edad.
Cayeron más personas. La primera me preguntó el modus operandi de la sala de espera. Le expliqué, conocimientos que dicha persona ni se atrevió a refutarme. Lo creyó sin dudar. Estaba enfermo de algo referido a los pulmones, debido a los síntomas visibles.
Los que permanecían dormidos, se levantaron y tras pasar por el baño juntos, se fueron rápidamente. El resto de los futuros pacientes se guiaban por mis dichos, quien era guiado por el tosedor.
Cuando el médico salió para atender, había un grupo de personas agrupadas, en orden, que le contaban sus aflicciones físicas.
Trabajo práctico para investigación. Mi propia manera de hacerlo.
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