Él, arrodillado y sumido por la oscuridad, colorea con la sangre de su rodilla a un par de sus dedos, para luego dibujar en el suelo de asfalto, medio círculo. Entinta de nuevo su instrumento natural, finalizando la figura. Repite este acto varias veces, modificando la idea inicial, para exhibir luego de unos cuantos minutos, el retrato caricaturesco de un perro. La sangre le da un toque especial de vida, al delimitar el contorno. Lo opaco de la suciedad de la calle le agrega esa contaminación, esa bajeza animal que encamina científicamente a la criatura y la hace sirviente de un reino ya pensado.
El perro ladra y suplica la culminación de sus ojos, que yacen muertos frente al artista. Su torrente de inmoralidad roja no es suficiente. La falta de elevación de la construcción social tampoco le sirve de mucho. Necesita algo especial...Necesita magia.
Se levanta. Siente como su pierna izquierda se queja del dolor, obligándolo a tambalearse y cogear al intertar caminar. Hay magia en esa noche, dispersa en algún punto de la ciudad. No, está mucho más cerca. En esa cuadra, quizás. Mira para delante y se topa con el negro cielo, que no presenta ningún indicio de realidad. Es oscuramente virgen, ni las estrellas interfieren en su meta de hacernos mirar para dentro cada vez que alzamos la mirada. Parece un telón, tan ficticio como lo es su perro ahora. Debajo del cielo hay una pared blanca, que inicialmente nació pura, pero debido al desgaste de su languidez, se ha vuelto opaca... Y desaseada. Sentía dentro de él, su dolor; el desconsuelo de estar delimitado por una sangre falsa. El odio a los estigmas de la vida, que la convirtieron en un objeto más, sin luz en sus ojos. Lloraba en silencio, mientras admiraba el suelo de asfalto y se sentía acompañada en el dolor.
Inexplicablemente, no había ni un solo ruido en el ambiente. Todo era silencio. No se puede esconder el ruido para siempre y él lo sabía bien. Sentía ese deseo de salir y escapar por su boca. Un eco dentro suyo lo advirtió para que esté alerta, y sepa como actuar en el momento caótico del nacimiento. Retumbaba una consecuencia asmática también en su interior, coincidiendo con el desplazamiento doloroso de su cuerpo a una calle, igual de vacia e inexacta como el siniestro techo que los encerraba y les daba de alimentar con aire proveniente de agujeros brillantes dispersos.
La soledad tuvo que florecer.
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