Se corre, se avanza cognocitivamente y se calla. Se silencia a propósito y logra con esfuerzo emitir una señal. Las gotas exprimidas de una herida cesante influye en la tarea afanosa del individuo, que muerde su dedo y espera la cosecha de la madurez. Baja su cabeza y entiende exactamente todo: El punto inicial se une con el final, mostrándose en el medio de estos dos, un camino silenciosamente delgado, a tal punto de no mostrarse a simple vista. Pesan sus ventanas con el mundo, lugar en el cual muestra sumisión en todo momento. Es un sirviente, un erudito de la simpleza, un genio de la creación doméstica, una máscara de la evidencia. Toca sus dedos y siente energía, de igual manera que un colibrí siente ese vértigo deseado al tomar su alimento. No conoce la destrucción, le es imposible discernir en la dificultad en la cual estará metido si sigue actuando tan magníficamente. Entona todos los sabores y remilga a partir de dictámenes de su conciencia ignorante. Se revela frente al estupor y pisando sin temor, comienza a caminar por escalones de aire, subiendo cada vez más cerca del Sol. Un paso. Otro más. Un gesto de felicidad y de congoja en sus antebrazos. Una futura necedad.
Estaba enfermo cuando exclamó sus últimas palabras. Lo hacía con sigilo, con sumo cuidado para no molestar a su captor. El paladar del moribundo saboreaba el color de una pera, fruto imposible de alcanzar sino fuese por su conocimiento pasado de aquel fruto. No sudaba, ni siquiera gemía. No hacía falta mostrar al exterior sus estigmas. Hoy se profetizará para dentro. Gira su delgado y amarillo cuerpo, apareciendo nuevamente el sinsabor de la fruta. Se relame, mostrándose un resultado peor que el pensado por cualquier racional. Respira con normalidad, mas si se lo permitiesen, entraría a ahogarse y a generar movimientos espasmódicos. No hay salvación para él, ni siquiera fracaso. Fantasmagórica y cerrada blancura aparece en su rostro; los timbales de la procesión están surgiendo de la nada onírica. Su cuerpo se acomoda como antes para mirar al techo y sin emitir pensamiento alguno, coloca sus manos, sus dedos, sus uñas, en la piel cercana a la caja torácica y abre en dos a la idea. Inicia una desmembranza sin fin, subiendo para luego dirigirse al inferior de su estómago. San Gabriel, que asomaba curiosamente su cabeza entre la pared horizontal, al ver semejante acto, desenvaina su espada y la inserta justo en el centro del corazón del objeto humano. Su melena dorada se sacude al intentar remover su arma del pecho, tuviendo que esforzarse en demasía. Por su parte, el enfermo no se inmutó, ni para clamar justicia divina sobre su cabeza. Las peras gangrenaban sus labios y tierras adyacentes, mas no parecían ser el motivo del mutis. Si retomamos a la perfecta herida no mortal que hizo el ángel, notaremos un corte lateral, emisor de una pequeña luz oscura, de una pequeña linea delimitadora creada por sombras del nacimiento inmaculado. Extrañado del resultado, San Gabriel se esconde en un vidrio de paganos colores, escondiendo su halo de luz al transformarlo en redención a la vista de los interesados en ver el retrato de una realidad solo existente en la mente de un trabajador.
Si hubiese sabido cuan tortuoso es el camino trazado para mi, hubiese renunciado a mi fé y forestado mis árboles del saber. La hojarasca sería tan solo un suceso, uno de tantos de una desatendida esposa, madre de lo visible. No cargaría la cruz del mártir en mi joroba, y miraría por lo alto al propósito, sintiendo aversión por mi antigua forma de ser y estar. El núcleo se rompería en miles de pedazos, cada uno más diminuto que el otro. Nadie los encontraría, ni el mismísimo pecado los hallaría como presas.
Con tan solo girar a la derecha y encaminar levemente mis pasos a la izquierda, podría establecer momentáneamente mi condición de animal solitario. Encontraría con que cubrir mis heridas y mis tumores. Hallaría la paz pragmática en un abandonado follaje, desatendido debido al asco y a la vergüenza que sienten por él. Me alimentaría de muerte, para tan solo acortar mi vida. Sufriría, eso si, mucho más que cualquier vertical, pero sabiendo que al sacarme el remedio, de todas formas iba a a conservar el síntoma, no me extraña en lo absoluto. Tengo recursos para encerrar a la vista, técnicas oriundas de centurias agitadas, expuestas al calor y al sometimiento salvaje de nuevas y formadas captaciones mentales. Es tan solo mantener la pesadez en el cuerpo, no dejarlo sentirse parte de nuevas concepciones terrenales. El gran enemigo lo abraza, debiendo retozar y acariciarlo como si lo quisiese en verdad, como si su amor fuese real y puro.
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